Se aferró a su brazo, a su rostro, a todo su Ser. Sevilla volvió a abrazar al Señor del Gran Poder. Con las claras del día ya dijo que quería ver su semblante de sufrimiento y a la par de misericordia, ese que quiso alguien arrebatárnoslo por un sinsentido y una sinrazón. Pero volvió el Señor del Gran Poder a ofrecerse a todos los suyos, incluso a aquellos que lo denostan o vituperan. Ahí radica la grandeza y el poder del Señor que habita en San Lorenzo, que habita en el corazón de toda una ciudad y traspasa fronteras para instalarse en el de todos, absolutamente todos.
Por eso, cuando faltaba media hora para las ocho de la mañana, la plaza de San Lorenzo ya era un hervidero de fieles y devotos. Y desde ese momento en el que se abrieron las puertas de la basílica y hasta que se cerraron, pasadas las diez de la noche, el río humano fue incesante para contemplar de nuevo su rostro y besar sus benditas manos.
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