Vivimos los cofrades inmersos en un compás de espera que copa las fechas presentes vislumbrando un horizonte cuaresmero que estará por nuestros días en las primeras jornadas del próximo marzo.
La espera no es tranquila porque los nervios ya florecen y el trabajo no se detiene, son muchos flecos los que se van uniendo para conformar el inmenso teatro que es nuestra magna celebración. Es un cúmulo de trabajo de un año que convergen en los primeros pasos de una cruz guía precediendo una cofradía por las calles de la ciudad. Centenares de manos se apresuran a limpiar plata, artesanos ultiman los que serán los estrenos en muchas hermandades y los cofrades en general aligeramos el paso para no perdernos otra vez esta gran historia capaz de representar dos milenios después la pasión, muerte y resurrección de un hombre que vino a salvarnos para siempre.
Y ahí queda Málaga, soñando con una eterna primavera, con rumores de campanillas, y fragancias de romeros y azahares, con caricias de cera y lágrimas de emoción, con toques de incienso y canela y con sabor a torrijas y arroz con leche. Con relente de madrugadas abrigados al cobijo de una esquina mientras pasa la cofradía de mi amigo, de fotos al trono donde sale cada año mi hermano y de sentimientos compartidos con el que viene por primera vez que decide repetir después de lo vivido.
Todo esto ocurrirá una vez más, cuando cesen los temporales y alarguen los días, cuando el Sol no se asuste de las nubes y cuando nuestros campos sean más verdes que nunca. Mientras Málaga y los malagueños solo podemos soñar, soñar en un compás de espera que se eterniza.